La reciente decisión del Tribunal Supremo de Justicia de revisar la detención preventiva de Luis Fernando Camacho, Marco Pumari y Jeanine Áñez —medida que posteriormente se amplió a todos los detenidos preventivamente en el país— ha generado un intenso debate político y jurídico. Para algunos analistas y sectores ciudadanos, este acto representa un cambio en la conducta del Órgano Judicial, e incluso se lo ha llegado a interpretar como una señal de recuperación de su independencia frente al poder político.
Sin embargo, la lectura objetiva de los hechos revela una realidad
muy distinta. Si bien la decisión ofrece un respiro a quienes se encuentran
injusta y arbitrariamente privados de libertad, atribuirle un significado de
autonomía judicial resulta apresurado y, en muchos aspectos, equivocado. Más
bien, este episodio confirma con claridad la profunda dependencia estructural
que existe del sistema judicial boliviano respecto del poder político.
El cálculo político detrás de la medida
El primer dato revelador es que la revisión de la detención
preventiva no surgió como una política general, sino como una medida inicial
dirigida únicamente a tres personajes políticos de alto perfil. No se trató de
un acto jurídico neutral, sino de una decisión política cuidadosamente
calculada. El gobierno conocía que cualquier nueva administración opositora
—que resultara vencedora en las elecciones— iba a liberar a Camacho, Pumari y Añez.
Ante esa certeza, el oficialismo optó por adelantarse y capitalizar el efecto simbólico
de una liberación que era inevitable.
En otras palabras, lo que primó no fue la justicia, sino la
conveniencia política: arrebatar a los próximos mandatarios la posibilidad de
presentarse como los garantes de la libertad de tres líderes opositores
injustamente encarcelados. Con ello, el actual gobierno intentó asegurarse un
rédito político, apropiándose de cinco minutos de gloria frente a la opinión
pública.
Un silencio de ocho meses
El comportamiento del Tribunal Supremo de Justicia también es revelador.
Los magistrados tuvieron más de ocho meses para disponer la revisión de las
detenciones preventivas de los tres líderes opositores, pero no lo hicieron.
Solo actuaron después de confirmarse el contundente resultado electoral que
marcó la derrota del MAS. Si la voluntad de independencia hubiera sido genuina,
la medida se habría adoptado inmediatamente después de la posesión de las
nuevas autoridades judiciales, sin esperar el veredicto de las urnas. Ese
tiempo de espera es, por sí misma, es una prueba de subordinación.
La presión ciudadana como detonante
La torpeza institucional del Tribunal Supremo se evidenció,
además, en la forma de ampliar la medida. La revisión general de las
detenciones preventivas no fue una iniciativa propia, sino una reacción a la
presión ejercida por los demás detenidos y por sus familiares, que exigieron
igualdad de trato. En otras palabras, la disposición que ahora se presenta como
una medida de alcance nacional no nació de una convicción jurídica, sino de la
necesidad de responder a la presión social para evitar el descrédito.
Un patrón histórico de sumisión judicial
Lo ocurrido no es un hecho aislado. La trayectoria reciente del
Órgano Judicial boliviano muestra un patrón claro de sometimiento al poder
político. Durante el gobierno de Evo Morales, los magistrados avalaron una
tercera y luego una cuarta reelección inconstitucional, llegando incluso al
extremo de declarar que la reelección indefinida era un “derecho humano”. Tras
la crisis política de 2019, reconocieron de inmediato la constitucionalidad del
gobierno de Jeanine Añez, para luego retractarse con la llegada de Luis Arce al
poder, impulsando los casos “Golpe I” y “Golpe II” y procesando a la
expresidenta mediante un juicio ordinario, cuando correspondía un juicio de
responsabilidades. La anomalía fue tan evidente que los mismos magistrados,
tiempo después, admitieron la irregularidad del proceso.
Este zigzagueo jurídico, que cambia según el signo político del
gobernante de turno, demuestra que la justicia boliviana no responde al imperio
de la ley, sino a las necesidades coyunturales del poder.
La verdadera lección
La conclusión es ineludible: lo sucedido no constituye una señal
de independencia, sino una muestra más de un sistema judicial funcional al
poder político. El episodio evidencia que las decisiones judiciales en Bolivia
no surgen del análisis jurídico, sino del cálculo político.
Por ello, más que celebrar lo ocurrido como un síntoma de
independencia, debemos asumirlo como un recordatorio de la urgencia de una
reforma profunda y estructural. Bolivia necesita un rediseño constitucional que
reconfigure el rol del Órgano Judicial. No podemos seguir con un modelo
institucional que convierte a los jueces en legitimadores de los caprichos del
político de turno.
Hacia una verdadera independencia
La justicia debe dejar de ser un instrumento al servicio del poder
y convertirse en la principal garantía de la democracia, de las libertades
públicas y de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Ello exige un nuevo
diseño institucional que blinde al sistema judicial de la manipulación política
y que garantice que los magistrados actúen en función de la ley y no de las
conveniencias partidarias.
Hasta que ese cambio no ocurra, cualquier decisión como la
reciente —por más positiva que pueda parecer en lo inmediato— no será sino un
espejismo: una falsa señal de independencia en medio de un sistema que, en su
esencia, sigue siendo rehén del poder político.
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